En 2021, el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas advirtió que nos encaminábamos hacia una catástrofe climática. Las inundaciones, los incendios y otros fenómenos meteorológicos extremos que han devastado diferentes regiones del planeta solo van a ser más frecuentes a causa del cambio climático provocado por el ser humano.
El último informe de 2023 insistió en el mismo mensaje e instó a adoptar “medidas climáticas eficaces y equitativas” que reduzcan las pérdidas y los daños para la naturaleza y las personas. En 2025, la comunidad internacional sigue debatiendo cómo aplicar esas recomendaciones con urgencia.
Desde la agricultura hasta la deforestación, pasando por la moda rápida y el desperdicio de alimentos, sigue leyendo para descubrir las principales formas en que los seres humanos estamos destruyendo el planeta…
Adaptado al español por Ana Niño, Redactora en español para loveEXPLORING.
Lamentablemente, los bosques del mundo se siguen talando a un ritmo vertiginoso. Según los expertos, la deforestación no mostró signos de ralentización en 2024, a pesar de las promesas realizadas por los líderes mundiales en la conferencia climática COP26 de Glasgow (2021) y en las posteriores cumbres internacionales.
Los informes más recientes indican que las valiosas selvas tropicales perdieron una superficie equivalente a la de Suiza solo en el último año. Dado que los árboles absorben dióxido de carbono de la atmósfera, son un recurso esencial para mitigar el calentamiento global. Pero cuando se talan o se queman, ocurre lo contrario: el carbono se libera de nuevo a la atmósfera.
Es difícil no quedarse impactado ante las imágenes de la Gran Barrera de Coral, que antaño deslumbraba con colores vivos y hoy muestra extensas áreas blanquecinas. Este proceso, conocido como blanqueamiento, se produce por el aumento de la temperatura del océano, que estresa a los corales y les hace expulsar las algas responsables de sus tonos brillantes.
En 2016 y 2017 se registraron los peores episodios de blanqueamiento masivo de su historia, que acabaron con el color de más de la mitad de los corales. Desde entonces, el deterioro ha continuado: un informe de 2024 señalaba que más del 90% de los arrecifes de la zona han sufrido algún grado de blanqueamiento. El calentamiento del mar, provocado por el cambio climático inducido por el ser humano, es el principal responsable.
El uso de técnicas de pesca a escala industrial para satisfacer la creciente demanda de pescado está agotando los océanos. Un ejemplo es la pesca de arrastre de fondo, muy extendida en distintas partes del mundo, que consiste en arrastrar una gran red lastrada por el lecho marino para capturar peces. Este método no solo daña los corales, sino que también provoca la captura incidental de especies no deseadas, como delfines y tortugas marinas.
Un informe de Oceana, la mayor organización internacional dedicada a la conservación de los océanos, titulado Taking Stock: The State of UK Fish Populations 2023 (Balance: el estado de las poblaciones de peces del Reino Unido en 2023), analizó 104 poblaciones de peces y reveló que el 34% estaban siendo sobreexplotadas desde ese año. Las cosas aún no han mejorado.
Es un hecho bien documentado que la quema de combustibles fósiles —petróleo, gas y carbón— es la principal causa del cambio climático. Al quemarlos, se liberan dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero que atrapan el calor en la atmósfera y elevan la temperatura global. Estos combustibles no solo abastecen buena parte del suministro energético mundial, sino que también se emplean en la fabricación de plástico, acero, hormigón y otros materiales esenciales.
Hasta 2024, los combustibles fósiles siguieron dominando la matriz energética: cerca del 86 % del suministro global de energía primaria provenía de ellos. Por si fuera poco, las emisiones de CO₂ asociadas alcanzaron niveles récord ese mismo año, resultando en aproximadamente 37.400 millones de toneladas emitidas en total
El plástico es un arma de doble filo. Por un lado, es un material barato, útil y muy versátil; por otro, representa un auténtico desastre medioambiental. El plástico virgen se fabrica a partir de gas natural o petróleo, lo que implica una dependencia directa de las industrias de combustibles fósiles. Además, este “material milagroso” puede tardar cientos de años en descomponerse.
El resultado es la acumulación masiva de residuos en mares y océanos. Entre Hawái y California se extiende la llamada Gran Mancha de Basura del Pacífico, una concentración de plásticos flotantes cuya superficie se estima en unos 1.6 millones de km², más de tres veces la de España.
Por desgracia, los plásticos no son las únicas sustancias nocivas que contaminan mares y ríos. Las aguas residuales representan una de las principales fuentes de contaminación del agua: se calcula que alrededor del 80% de las aguas residuales del planeta se vierten al ecosistema sin un tratamiento adecuado, afectando a océanos, lagos y ríos.
Estos vertidos reducen los niveles de oxígeno en el agua, imprescindibles para la supervivencia de peces y otras especies acuáticas. Además, la contaminación de los ya limitados recursos de agua dulce supone un riesgo directo para la salud humana.
Se estima que alrededor del 83% de la población mundial vive bajo cielos contaminados por la luz. Aunque la iluminación artificial ha transformado nuestras vidas en el último siglo, la expansión de las ciudades y el uso masivo de luces está robando el cielo nocturno.
Esto no solo dificulta la observación de las estrellas, sino que también tiene consecuencias graves para el medio ambiente. La contaminación lumínica altera los patrones de vuelo de las aves migratorias, afecta a los ciclos de sueño y vigilia de distintos animales y perturba incluso los hábitos de incubación de las tortugas marinas.
Cuando se liberan a la atmósfera gases nocivos como el dióxido de carbono, los óxidos de nitrógeno, el dióxido de azufre o los compuestos orgánicos volátiles (COV), se producen efectos graves tanto en el medio ambiente como en la salud humana.
Actualmente, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que alrededor del 90% de la población mundial respira aire con niveles de contaminación superiores a los considerados seguros. Sus consecuencias no se limitan a las personas: la polución atmosférica contamina suelos y cursos de agua, favorece la lluvia ácida —cuando el azufre en suspensión se disuelve en el aire— y puede provocar enfermedades o defectos congénitos en los animales.
El uso intensivo de pesticidas sigue siendo una de las mayores amenazas para la biodiversidad. Un estudio global de 2025 reveló efectos negativos sobre más de 800 especies de plantas y animales, incluidos insectos clave. La situación es crítica: un experimento de ciencia ciudadana mostró una caída del 63% en insectos voladores en solo tres años, y un informe de 2025 alerta de que más del 40% de las especies de insectos están en declive. Estos pequeños animales son vitales para polinizar, reciclar nutrientes y mantener los ecosistemas en equilibrio.
El uso de fertilizantes artificiales, popularizado desde la década de 1920, ha duplicado en un siglo la cantidad de nitrógeno presente en el medio ambiente. Este exceso, que se filtra en suelos y cursos de agua, acelera el cambio climático y envenena plantas y animales. Informes recientes de 2024 y 2025 confirman que los niveles de nitrógeno reactivo alcanzan cifras récord a nivel mundial, con graves consecuencias para la biodiversidad y la calidad del agua. Reducir la dependencia de fertilizantes químicos y apostar por alternativas sostenibles es clave para frenar este impacto ambiental.
Los pangolines son cazados por sus escamas, los rinocerontes y elefantes por sus cuernos, y las tortugas por sus caparazones. Aunque ilegal, la caza furtiva sigue siendo frecuente por las enormes ganancias del mercado negro. Según datos recientes de World Population Review, un portal internacional de estadísticas y datos demográficos, en África se matan más de 35.000 elefantes cada año por el marfil. Además, un estudio de 2025 publicado en Phys.org, una revista digital especializada en ciencia y tecnología, reveló que las poblaciones de elefantes de sabana han caído un 70% desde 1964, y las de bosque más del 90%. Esta práctica amenaza gravemente la biodiversidad y el equilibrio de los ecosistemas.
Entre 9 y 35 kilómetros sobre la Tierra se encuentra la capa de ozono. En los años setenta, los científicos descubrieron que ciertos productos químicos creados por el ser humano —sobre todo los clorofluorocarbonos (CFC) usados en aerosoles, embalajes y otros productos— estaban provocando su adelgazamiento. Esto es grave porque el agotamiento de la capa de ozono permite que más radiación UV, nociva para la salud, llegue a la superficie.
Aunque los CFC fueron prohibidos gracias al Protocolo de Montreal (1987), en 2024 la Organización Meteorológica Mundial, una agencia especializada de la ONU, advirtió que algunos sustitutos de los CFC contribuyen al calentamiento global al retener calor en la atmósfera.
Cada persona en la Tierra contribuye a aumentar las emisiones de carbono, lo que convierte al crecimiento demográfico en un factor de preocupación climática. Actualmente, la población mundial crece en unos 80 millones de personas al año.
Sin embargo, el mayor impacto no lo generan los países con más población, sino los más ricos: la ONU ha señalado que la “élite mundial” es responsable de casi la mitad de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Esto subraya una desigualdad evidente, ya que la mayoría de las víctimas del cambio climático se concentran en países menos desarrollados.
La desertificación —el proceso por el cual las tierras fértiles se transforman en desiertos— se ha acelerado durante el último siglo. Entre las causas destacan el pastoreo excesivo, el cultivo intensivo y fenómenos meteorológicos extremos como las sequías, cada vez más frecuentes por el cambio climático.
Según la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (UNCCD), se prevé que para 2045 hasta 135 millones de personas podrían verse desplazadas por este fenómeno, lo que la convierte en uno de los grandes desafíos ambientales y sociales del siglo XXI.
El petróleo es una fuente de energía no renovable y finita, lo que significa que no puede sostenerse indefinidamente. Su quema libera dióxido de carbono, agravando el calentamiento global, y además genera metano, un gas de efecto invernadero aún más potente.
Según el Global Methane Tracker 2024 de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), las emisiones de metano del sector energético son aproximadamente un 70% más altas de lo que reportan los gobiernos nacionales. Este gas es responsable de cerca del 40% del calentamiento global actual, lo que convierte al petróleo en uno de los grandes problemas para frenar la crisis climática.
El impacto del petróleo no se limita a su quema: los vertidos en el mar tienen consecuencias ecológicas devastadoras y duraderas. En abril de 2010, la explosión de la plataforma Deepwater Horizon, propiedad de BP en el Golfo de México, provocó el mayor derrame de crudo de la historia. En el peor momento, se vertían hasta 4 millones de barriles diarios al mar.
Según la National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA), los efectos en la fauna siguen siendo visibles más de una década después: miles de animales murieron y muchos otros aún sufren secuelas en su salud y reproducción.
La extracción de gas natural también resulta perjudicial para el planeta. Más allá de la huella de carbono que supone su quema como combustible, las infraestructuras necesarias para su explotación —plataformas, oleoductos y plantas de procesamiento— destruyen ecosistemas, amenazan hábitats de fauna silvestre y contribuyen a la contaminación lumínica y acústica.
Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), las fugas de metano durante la extracción y transporte de gas son uno de los principales factores que aceleran el calentamiento global, a pesar de que este combustible se promocione como una “alternativa más limpia” al carbón.
El carbón es abundante y barato de extraer, pero sus consecuencias ambientales y sociales son devastadoras. Su quema libera grandes cantidades de gases nocivos —dióxido de carbono, metano, óxidos de nitrógeno y dióxido de azufre— que contribuyen al cambio climático, la lluvia ácida y el smog.
Además, la minería del carbón implica retirar la capa superior del suelo, destruyendo hábitats y dejando la tierra expuesta a la erosión. Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), en 2024 las emisiones de CO₂ procedentes del carbón volvieron a crecer, pese a los compromisos climáticos. Las comunidades cercanas a minas siguen sufriendo enfermedades pulmonares y afecciones mortales.
En los últimos años, devastadores incendios han arrasado países de Europa y América del Norte. Aunque muchos incendios se producen de forma natural, el cambio climático los ha intensificado, convirtiéndolos en los peores en más de una década. En 2023, la Unión Europea registró el mayor incendio forestal de su historia, según el Servicio de Gestión de Emergencias de Copernicus, el programa de observación terrestre de la UE.
A ello se suman prácticas como la tala y quema en regiones como el Amazonas. Un estudio de 2023 publicado en la revista Science advertía que la actividad humana y la sequía han degradado ya más de un tercio de la selva amazónica.
Aunque en su día se presentó como la solución milagrosa para satisfacer la demanda energética global, el impacto ambiental de la energía nuclear sigue siendo motivo de debate. Para generar electricidad, los reactores dividen átomos de uranio extraído de minas; a diferencia de las centrales de combustibles fósiles, el proceso no libera dióxido de carbono.
Sin embargo, los accidentes nucleares tienen consecuencias catastróficas. Chernóbil (1986) y Fukushima (2011) lo demostraron con claridad. Según la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA), amplias zonas alrededor de Chernóbil seguirán siendo inhabitables durante miles de años por la radiación. En 2025, millones de personas aún viven en áreas consideradas de riesgo radiactivo.
Las ciudades son responsables de cerca del 70% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero vinculadas a la energía, según datos de ONU-Hábitat. El problema no reside en las urbes en sí, sino en la falta de infraestructuras sostenibles y una planificación urbana deficiente.
Cuando las áreas están mal conectadas, más personas dependen del coche en lugar de utilizar transporte público o medios más ecológicos, lo que incrementa las emisiones. Una planificación, construcción y gestión más eficientes de las ciudades permitirían reducir drásticamente su huella de carbono.
Puede que no sea la causa más evidente del calentamiento global, pero la guerra contribuye de forma significativa a la crisis climática. Las zonas en conflicto suelen quedar contaminadas con sustancias nocivas como uranio, petróleo y escombros, que dañan gravemente a la fauna y la flora.
Además, el sector militar es uno de los grandes emisores de carbono. Según un informe de 2022 de la Universidad de Brown, en EE.UU., si el ejército estadounidense fuera un país, ocuparía el puesto 47 en emisiones de CO₂ a nivel mundial. En 2025, expertos alertan de que los conflictos actuales siguen agravando la huella climática global.
El transporte es responsable de alrededor del 24% de las emisiones globales de CO₂, según la Agencia Internacional de la Energía (AIE). Los vehículos de carretera concentran casi tres cuartas partes de esa cifra.
Aunque cada vez circulan más coches eléctricos e híbridos, el volumen total de desplazamientos hace que las emisiones globales del sector sigan aumentando. El transporte depende en gran medida del petróleo, con la excepción del ferroviario: en 2024, cerca del 40% de su energía ya provenía de la electricidad, según la AIE.
Kilómetro a kilómetro, volar es, con diferencia, la forma de viajar más perjudicial para el medio ambiente. Por ejemplo, un vuelo de ida y vuelta de Londres a Nueva York emite una media de 986 kg de CO2 por pasajero. Aunque el sector en su conjunto solo representa alrededor del 2% de las emisiones mundiales, los viajes en avión son cada vez más baratos y accesibles, y se prevé que el número de pasajeros siga aumentando.
La pandemia de COVID-19 provocó una caída del 20-30% en la actividad de la construcción durante 2020, lo que redujo temporalmente sus emisiones. Sin embargo, la industria se ha recuperado con fuerza y en 2023 alcanzó un máximo histórico.
Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y la Agencia Internacional de la Energía (AIE), la construcción y el uso de edificios son responsables de alrededor del 37% de las emisiones globales de CO₂ vinculadas a la energía y los procesos industriales.
Dentro de la industria de la construcción, el hormigón es uno de los principales responsables de las emisiones. Es el material más utilizado en el planeta y, si fuera un país, sería el tercer mayor emisor de CO₂ del mundo, según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
Aunque es esencial en el mundo construido, tiene efectos muy negativos: impide que el suelo absorba inundaciones, lo que vuelve a las ciudades más vulnerables, y favorece el efecto “isla de calor” al retener altas temperaturas. También limita el riego y la permeabilidad natural del terreno.
Por desgracia, cuando generamos residuos, estos acaban en algún lugar. En la mayoría de los casos, terminan en vertederos: grandes superficies donde se acumulan los desechos, ya sea en cavidades del terreno o sobre él. Aunque están diseñados para minimizar la contaminación, la descomposición de los residuos libera gases como metano y CO₂, ambos muy dañinos para el clima.
Además, se produce lixiviado, un líquido contaminante que puede filtrarse a las aguas subterráneas y afectar al suministro de agua potable.
El desperdicio de alimentos es un problema global de enormes dimensiones: se calcula que un tercio de toda la comida producida en el mundo acaba en la basura. Esto supone un despilfarro inmenso de recursos como agua, fertilizantes y tierra de cultivo. Solo en EE.UU., los alimentos desperdiciados consumen más de una quinta parte del agua dulce, el 19% de los fertilizantes y el 18% de la superficie agrícola.
En España, según el Ministerio de Agricultura, se tiraron más de 1,2 millones de toneladas de alimentos en 2024, lo que equivale a unos 28 kilos por persona al año.
Nuestra ropa puede estar abaratándose, pero esto tiene un coste para el planeta. Materiales como el poliéster, el nailon y el acrílico están fabricados con plásticos, que no solo dependen del carbono para su producción, sino que también son responsables de la liberación de microplásticos nocivos al medio ambiente. La industria de la moda también consume enormes cantidades de agua: para fabricar una camiseta de algodón se necesitan 2.650 litros de agua. Y lo que es peor, la gente solo conserva la ropa la mitad de tiempo antes de tirarla.
El problema no es solo la energía que consumimos, sino también la que se desperdicia. A escala global, los sectores que más energía desaprovechan son el petróleo y el gas, la construcción, la generación eléctrica y, cada vez más, la industria digital.
Según informes de 2024, los centros de datos y el auge de la inteligencia artificial han disparado la demanda energética, lo que convierte a las grandes tecnológicas en actores clave de este desafío. Frente a ello, la eficiencia energética y la transición hacia renovables son esenciales para reducir el impacto ambiental del despilfarro energético.
En las últimas décadas, la agricultura se ha industrializado de forma masiva, con un enorme coste ambiental. Para alimentar al ganado en granjas intensivas se cultivan y exportan cantidades inmensas de cereales y soja: casi el 80% de la soja mundial se destina a la alimentación animal. Este modelo fomenta monocultivos que empobrecen los suelos y vuelven a las regiones más vulnerables a sequías e inundaciones.
La buena noticia es que cada vez hay más alternativas sostenibles: desde la agricultura regenerativa hasta las proteínas vegetales y las prácticas de consumo responsable, que ofrecen caminos reales para reducir este impacto.